miércoles, 24 de febrero de 2010

LAS CARTAS DE CICERÓN Y LOS RAROS


Para mis alumnos de Introducción a la Filología latina de la Complutense: Jesús, J. Luis, Guillermo, Jessica, Laura, Belén, Ezequiel y José.

Cuando visité la casa de Joan Perucho, en Barcelona, éste me contó cómo Pere Gimferrer creó una "Academia de los ficticios" con la que consiguió adentrarse en los laberintos de su propia biblioteca. No en vano, muchas de las entregas que compusieron su serie sobre “Los raros”, publicadas en los años 80 en el diario El País, al calor del libro de Rubén Darío titulado de igual manera, nacieron en aquella increíble casa de Perucho, que estaba repleta de preciosas e inesperada joyas bibliográficas. Rubén Darío no llamó todavía “raros” a los autores grecolatinos, pero Gimferrer sí que lo hace, en especial cuando nos habla del Cicerón que escribe cartas y de Licofrón el Oscuro. Todo aquello me conmovió mucho cuando lo leí en su momento. Tenía la edad que tienen ahora mis alumnos de “Introdución a la Filología latina”, entre los cuales mi otro yo se sienta también en clase. Vamos a leer una parte del texto que Gimferrer dedica a Cicerón. Se trata de una semblanza dedicada en parte a una cuestión filológica, en este caso la edición de su epistolario por parte de Luigi Mabil . El texto confina al Cicerón epistolar a la legendaria categoría de “raro”, y no deja de ser una hermosa metáfora de la propia filología:

“Está claro dónde vive: «En una república enferma, mísera, mudable»; quienes debieran protegerla sólo piensan, dándola por perdida, en salvar sus piscinas. Son, en suma, piscinarios . Y la cosa no ofrece dudas: «Nuestro ejército son los hombres ricos». Son estrategias, hablillas con su amigo Ático, pero la voz es la misma que en los severos tratados morales. No se desmiente Marco Tulio Cicerón; si da consejos a su hermano sobre el buen gobierno en Asia, o si contiende en gentilezas puntillosas con Pompeyo el Grande o airea reproches del procónsul Metelo, la elocuencia noble y grave de moralista no resulta el envés, sino el complemento de la vivacidad con la que, en las cartas a Ático o a los familiares, se explaya en vehemencias, interrumpiéndose a trechos para preguntar: «Qué más? ¿Qué quieres?» Hay muchas cosas en el mundo físico -estatuas, libros, personas-, muchas en el mundo moral -juicios, pasiones, ideas- y todas deben caber en el discurso, no a borbotones ni de sopetón, sino delimitadas y reglamentadas por el frío furor raciocinante del verbo.
Se comprende que, en 1345, en la Biblioteca capitular de Verona, estas cartas fascinaran a Francesco Petrarca. La expresión humana ha alcanzado, en unos pocos nombres, el grado máximo de lo tenso y lo terso: en Virgilio, en Dante, en Shakespeare, en Tácito, en Cicerón. Quizá todo lo demás, fuera de esos nombres y algún otro, sean simples escolios en los aledaños de la verdadera gran literatura. Hasta tal punto ésta aparece revestida de una condensada nitidez brillante dura de diamante que al borde está de ser enteramente inútil, de no significar nada; tiene tanta consistencia autónoma, como simple objeto verbal, que su sentido casi se disipa en su entidad sonora. Y Cicerón es parco: no hallaremos en él la armonía de Virgilio, o las elipsis violentas y dramáticas de Tácito, son un arte hecho de concisa contención, uno de cuyos principales atractivos es la fluencia naturalísima y aparentemente espontánea entre lo coloquial y lo ceremonioso; el diálogo a medias palabras, del habla y la literatura. Si aludimos a tal cosa en Shakespeare, muchos sabrán de qué hablamos: en cambio, en un mundo donde cada vez hay menos personas capaces de leer en latín, no ya la escasez -que, entre nosotros, es hoy inexistencia- de ediciones completas, sino la simple imposibilidad de acceso real al texto pueden hacer ingresar al Cicerón epistolar en la cofradía de los raros.
No fue tal el estudio de otros tiempos. Ved, por ejemplo, a ese hidalgo de provincias ilustrado: el caballero Luigi Mabil. Estamos en la Italia de los sueños de Stendhal. En 1819, en Padua, la tipografía y fundería de la Minerva da a las prensas el primer tomo de una nueva edición de las cartas de Marco Tulio Cicerón, con el texto en latín encarado al italiano. Es un volumen en gran papel, con cubierta empastada de color castaño y lomo negro con letras doradas. Lo abren un prólogo y una cronología; guarnecen notas eruditas. Solitario, el caballero Mabil proseguirá su empresa hasta rematarla en 1821, con el decimotercer y último volumen editado a sus expensas, como un homenaje al humanismo en el que, sin duda, se formó. Otra cosa no sabrían tal vez las personas bien educadas; pero eso sí, en las conversaciones de sobremesa podían, como el joven Giacomo Casanova, demostrar que habían recibido una adecuada instrucción improvisando versos en latín. No era, contra lo que pudiera parecer, una educación estética o teorética; al contrario, era mucho más práctica, iba mucho más directamente al grano que buena parte de la educación actual, porque se ocupaba, sobre todo, de los resortes de la conducta y el temple moral del hombre.
Sobre este punto, pocas ilusiones y aristada franqueza sin ningún tapujo. El epistolario ciceroniano puede ser jugueteante cuando trata de alguna chiquillada, o del transporte de ciertas estatuillas a una quinta de recreo; pero dedicará estrictamente una línea escasa a dar noticia, sin comentarla, de la muerte de su padre, y dibujará con trazo enérgico y resuelto el vallado de las áreas de poder que no deben cederse. Cicerón sabe que la causa republicana empieza a verse corroída en su misma raíz: el 15 de mayo del año 692 de la fundación de Roma -esto es, el año 58 antes de nuestra era: Cicerón tenía cuarenta y cuatro años de edad- se ve en el Senado el caso de Clodio, que es absuelto escandalosamente: soborno, en la opinión, torpeza en los que enjuician una reunión digna de los lugares donde se juega a los dados, vistos por una pupila como un estilete buido de implacable y lúcido encarnizamiento. ¿Queréis algo más actual?” (pp.65-67)

El texto de Pere Gimferrer se ambienta en la Italia romántica de los sueños de Leopardi y hace referencias propias de bibliófilo al aspecto material de los volúmenes de las cartas editadas por Mabil. Hay, además, un emotivo alegato en defensa de los clásicos: “La expresión humana ha alcanzado, en unos pocos nombres, el grado máximo de lo tenso y lo terso: en Virgilio, en Dante, en Shakespeare, en Tácito, en Cicerón. Quizá todo lo demás, fuera de esos nombres y algún otro, sean simples escolios en los aledaños de la verdadera gran literatura”. Llama la atención también esa parquedad de Cicerón a la hora de referirse a la muerte de su padre, que tanto nos recuerda a esta parodia que hace en su Tristram Sandy el escritor Laurence Sterne (1713-1768), nacido en Irlanda y considerado como el James Joyce del s. XVIII, acerca del consuelo que encuentra el Cicerón filósofo con motivo de la muerte de su hija:

“Cuando Cicerón se enteró de la muerte de su querida hija Tulia, dejó a su corazón escuchar la voz de la naturaleza para modular la suya, ¡Oh, mi Tulia!, mi hija. ¡Mi niña!, y de nuevo, ¡Oh mi Tulia! ¡Mi Tulia! Parece que la estoy viendo, que la estoy oyendo, que le estoy hablando. Pero, tan pronto como se adentró en los almacenes de la filosofía y se dio cuenta de las cosas tan excelsas que podrían decirse en semejante ocasión, nadie en el mundo pudo imaginar, dice el gran orador, qué joven y feliz me sentí.” (p.373)

Todo esto me devuelve a la filología con nostalgia y pasión, con afán de vivir.

Pere Gimferrer, “Cicerón en su epistolario”, publicado en Los raros (Barcelo­na, Planeta, 1985) e, inicialmente, en EL PAÍS (18-III-84).

Laurence Sterne, Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, trad. de Fernando Toda, Madrid, Cátedra, 1993.


Francisco García Jurado
H.L.G.E.

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